- octubre 31, 2022
DE LA PRIMAVERA AL OTOÑO ARABE
Texto de Juan Goytisolo
El vasto espacio del mundo árabe ofrece a un escritor de mi especie un aprendizaje continuo. A medida que se familiariza con él, el arabista en ciernes evitará incurrir en esas generalizaciones simplistas que tanto abundan entre supuestos especialistas en el tema.Lo que descubrirá en un país no vale para otro. La lengua y la religión común les unen, pero una y otra se adaptan a las costumbres y tradiciones locales. Poco a poco, el investigador curioso verifica que se trata de un incitante ‘patchwork’, es decir, de una tela compuesta de retazos de distintos colores. En este texto intento dar cuenta de este diagrama arbóreo a través de los acontecimientos del agitado año 2011.
Mi primer contacto físico con el mundo árabe data de 1963, cuando fui invitado a la conmemoración del primer aniversario de la independencia argelina por el Gobierno de Ben Bella. Aunque mis simpatías políticas se dirigían a figuras de probada honradez como Ferhat Abbás, Ben Yedda o Budiaf, marginados por aquél y por el ejército al mando del coronel Bumedián, creía aún en la posibilidad de un Estado democrático y socialista conforme al modelo entonces en boga de los países recién independizados del yugo colonial agrupados en el conjunto de los No Alineados. El golpe de Estado de Bumedián en 1965 que confirió el poder al ejército y a su apéndice político el Frente de Liberación Nacional, controlado igualmente por el coronel me hizo ver que una vez lograda la independencia tras una durísima guerra de ocho años el camino de la democracia sería largo, difícil y sembrado de trampas. En mis sucesivos viajes a Argelia, que recorrí casi por entero, advertí la creciente desafección popular por una dictadura que poco o nada tenía que ver con los ideales que exteriormente proclamaba. La rebelión juvenil contra el sistema en 1988, aplastada a costa de centenares de víctimas, puso en evidencia la profunda ruptura existente entre el poder y la inmensa mayoría de la población. Entre tanto, la política de arabización forzada llevada a cabo por maestros formados en Arabia Saudí dio sus amargos frutos: el islamismo radical emergió como única alternativa creíble al FLN y el ejército. Las mezquitas se convirtieron en el único espacio de abierta oposición al régimen y el retorno a las fuentes más puras del islam en el refugio de millones de marginados, unidos por su rechazo del hogra (desprecio), corrupción y arrogancia del llamado despectivamente “partido francés”.
La convocatoria electoral de junio de 1991 confirmó los temores de la nomenklatura y de los débiles y fragmentados partidos laicos: el FIS (Frente Islámico de Salvación) alcanzó la mayoría como este otoño, pero en circunstancias muy distintas, y con un proyecto más moderado, en Túnez, Egipto y Marruecos–. Su discurso radical fomentó la aparición de grupos salafistas cuyo lema era la lucha armada revestida del carisma de la yihad. Ante el previsible resultado de la segunda convocatoria, fijada seis meses después, el presidente Chadli Benyedid presentó su dimisión y el poder fáctico suspendió las primeras y últimas elecciones libres de la historia argelina. Este golpe de Estado aplaudido en contra de sus principios constitutivos por los partidos demócratas y los Gobiernos europeos por aquello de “ninguna libertad a los enemigos de la libertad”, iba a sentar cátedra y permitir a los dictadores árabes el visto bueno de Washington, París y Londres en cuanto supuestos baluartes contra el islamismo desembocó, como sabemos, tras el asesinato de Budiaf en la guerra civil o, por mejor decir, guerra contra los civiles de 1992-1998, que se saldó con la cifra de 150.000 muertos. El ejército y el FLN se impusieron a la rama militar del FIS, al GIA (Grupo Islámico Armado) y a los islamistas de Takfir u Hixara (Excomunión y Exilio), cuyos ultras, refugiados en zonas montañosas de difícil control, se unirían en la pasada década a Al Qaeda del Magreb árabe, y sus atentados y emboscadas colean aún. Pero la frustración y la cólera de la población abandonada a su suerte y sin posibilidades de emigrar a una Europa en crisis no se han apagado. Las tentativas de revuelta durante la primavera árabe fueron abortadas con contundencia, y el temor a un nuevo ciclo de sangre como el de la anterior década actuó de cortafuegos en una gran parte de la población.
2- En el caso de las revueltas de Yemen (país que recorrí en 1993) y de Libia ( cuyo régimen, como el de Sadam, me disuadieron de poner los pies en ellos)nos hallamos ante una serie de elementos comunes: carencia de una Constitución vertebradora de la sociedad, predominio exclusivo de los valores tribales, clánicos, étnicos y confesionales. La descolonización de Libia en 1951, después de la Segunda Guerra Mundial, se llevó a cabo de forma pacífica, pero la monarquía fue depuesta en 1969 por el golpe militar del coronel Gadafi, cuyos siniestros 42 años de reinado (¡él mismo se proclamó Rey de Reyes!) eliminaron toda huella de Estado regido por la ley, con partidos políticos, prensa independiente y dotado de estructuras ajenas a su persona. Como proclamó en la plaza Verde al comienzo de la sublevación popular en Bengasi, la Yamahiriya o Estado de las masas era él y, en cuanto tal, encarnaba la totalidad de los poderes. Patrón absoluto de un Estado policiaco que asesinaba impunemente a los opositores la matanza de 1.400 presos en la cárcel de Abú Salim es el ejemplo más brutal de ello, perseguía y asesinaba asimismo a los disidentes refugiados en el extranjero. Ello no obstó para que desde su colaboración con la CIA a partir de 2003 y la exculpación del atentado de Lockerbie fuera recibido con honores en Roma, París, Londres y Madrid con un ceremonial que producía sonrojo en cabeza ajena. Su final desastroso, linchado por los mismos que él llamaba “ratas”, ha dejado a Libia ante un futuro incierto, con poder fragmentado entre facciones rivales (las de Misrata, Zentán, Bengasi y de las tribus dueñas del maná petrolero) y sujeta a la presión de los Estados de la Coalición que apoya- ron militarmente al Consejo Nacional de Transición con miras al futuro reparto de los dividendos del oro negro. ¡Defender a la vez la democracia y los intereses económicos es el sueño de todos los Gobiernos de Occidente, sean del color que sean!
El caso de las revueltas sangrientas de Yemen contra el poder autócrata de Alí Abdalá Saleh que, como el clan Ben Alí-Trabelsi, Mubarak, Gadafi y El Asad, pretendía instaurar una flamante dinastía republicana presenta una serie de particularidades que las distinguen de las de Túnez, Egipto y Libia. Si las estructuras tribales y clánicas no se diferencian de las estudiadas por Ibn Jaldún en la Muqqádima, a la división confesional entre suníes, chiíes de la rama zaydí mayoritaria en el norte y a la actual implantación de Al Qaeda en la península Arábiga en la zona sureña, se agrega la situación creada por la precaria reunificación de la República Árabe de Saná con la República Democrática y Popular de Adén, llevada a cabo en 1990 por el propio Saleh.
Esa fragmentación étnica, política y religiosa la pude comprobar de visu durante mi estancia en el país de la reina de Saba. En la región noroeste, las tribus iban armadas hasta las cejas. La mayoría de los congregados en los zocos semanales exhibían sus Kaláshnikov y la autoridad estatal brillaba por su ausencia. Según fui advertido, el rapto y consiguiente rescate de extranjeros era una práctica bastante extendida, de la que pude librarme tal vez por la barba sin afeitar y mi dialecto marroquí –la gente me identificaba como oriundo del Magreb el Aqsá, esto es, el Occidente Extremo, que se sitúa para ellos en Marruecos, así como por mi cita de un célebre alhadiz del Profeta sobre la fe y sabiduría de los yemeníes. El cuadro social se ajustaba a lo que nuestros vecinos del sur de Tarifa denominan bilad siba: territorio no sujeto a la ley del Sultán.
El paisaje físico y humano de la difunta República Democrática y Popular era enteramente distinto. Si en los figones y asadores del norte los mozos servían al cliente con rapidez y cambiaban los platos apenas los habías vaciado de su contenido, en Adén, después de veinte años de comunismo a la soviética, aguardaban ociosos a que solicitaras sus servicios. Los hoteles de construcción reciente sufrían, como en Argelia, una decrepitud galopante. El chirrido del ascensor made in Bulgaria de un establecimiento con vistas al mar me indujo a subir a pie las escaleras que conducían a la terraza panorámica. La reunificación no había logrado acoplar dos mundos opuestos. El presidente Saleh, en el poder durante décadas, pretendía, antes de las revueltas árabes, presentarse de nuevo a unas elecciones amañadas con la misma impavidez y desvergüenza que sus colegas de Túnez y Egipto. Ni las protestas airadas de la población de la capital reprimidas con brutalidad ni el enfrentamiento armado de un sector del ejército ni la creciente agitación tribal en la mayoría del país lograron arrancarle del sillón presidencial al que se aferraba y con el que permaneció unido de forma casi hipostática. Como sus pares, jugaba la carta de la lucha contra Al Qaeda con miras al apoyo norteamericano y saudí. Por tres veces consecutivas anunció su retirada y la de la candidatura de su hijo a sucederle, y a continuación se desdijo, incluso después de haber sufrido las consecuencias de la bomba incendiaria que cayó en la mezquita del palacio presidencial en la que oraba. Desde Arabia Saudí, en donde fue tratado de sus heridas y quemaduras, siguió con sus promesas de ceder el timón de mando en plazos cada vez más cortos y regresó a Saná para prolongar el ciclo de promesas de paz y de fuego graneado. Cuando escribo estas líneas escarmentado con la suerte corrida por Mubarak y Gadafi parece haberse resignado a dejar el poder a cambio de la inmunidad, suya y de su familia.
Los blogueros egipcios que difundieron la caricatura del anciano monarca saudí al cuidado de varios bebés con las cabezas de Gadafi, Mubarak, Ben Alí y otros déspotas de su especie se adelantaron a los acontecimientos. Uno de los rasgos más sobresalientes de la primavera árabe es su recurso al humor corrosivo como antídoto contra décadas de inmovilismo, pobreza y humillación.
3-Después de mi último viaje a Damasco (Jornadas damas- cenas, EL PAÍS, 11-07-2010), invitado por el Instituto Cervantes a una lectura en la universidad, expuse mis impresiones de una ciudad que no había visitado desde hacía 37 años. Su modernización era evidente, las distintas comunidades religiosas convivían de forma pacífica, las basuras no se acumulaban como antes en las calles de los barrios más pobres, la retórica del “socialismo árabe” se había disuelto en la pócima de un liberalismo económico que no osaba decir su nombre, liberalismo que, si beneficiaba a la burguesía de la capital y de Alepo, marginaba el sector agrario y la pequeña y mediana industria subvencionada por Hafez el Asad. Por encima de todo, mis interlocutores afirmaban que su hijo y heredero Bachar había abierto el espacio político y encabezaba una prudente transición democrática omitiendo el hecho de que los mecanismos del poder (ejército, la muhabarat y la estructura estatal del régimen) seguían en manos de la minoría alauí a la que pertenece el clan El Asad y cuya asabiya (espíritu de cuerpo) prevalecía sobre cualquier otra consideración de orden nacional. Tras mi lectura, de tema estrictamente cultural, me llamó la atención que los ministros de Información, Educación y Cultura, sentados en la primera fila del anfiteatro, tomaran la palabra (uno de ellos, exembajador en Madrid, en perfecto español) sin dar paso al turno de preguntas habitual en estos actos. La frustración de los jóvenes asistentes era visible y así me lo confirmó uno de ellos. “No quieren preguntas molestas”, me dijo después un diplomático.
Lo ocurrido en los últimos ocho meses, desde el levantamiento masivo de Deraa contra el asesinato de un adolescente por el “crimen” de haber trazado un grafito contra el régimen, la ferocidad de la represión ha desmentido de forma rotunda el supuesto aperturismo de Bachar el Asad: sus métodos de castigo no se distinguen de los empleados por su padre contra la insurrección islamista de 1979-1982, aplastada definitivamente en Hama a costa de más de veinte mil víctimas. Después de Deraa, los asaltos con blindados, helicópteros y fuerzas de élite a Hama, Homs, Idhil, Banias y a las poblaciones kurdas cercanas a la frontera turca han desencadenado un ciclo de violencia bélica responsable de más de 5.000 muertes, en su gran mayoría civiles. El presunto talante amable de Bachar como el que se atribuía a Saif el Islam, el heredero de Gadafi ha resultado falso de toda falsedad. Sus promesas aperturistas (diálogo con opositores escogidos a dedo, liberación calculada de presos políticos, retirada del ejército de las calles) han sido seguidas, como en Yemen, de nuevos asaltos y matanzas de ciudadanos que a pecho descubierto desafiaban los disparos de los francotiradores. Pues, a diferencia de lo acaecido en Hama en 1982 la carnicería fue cuidadosamente sepultada por la férrea censura del régimen, las imágenes transmitidas a diario por Facebook, Twitter y demás redes sociales a partir de teléfonos móvi- les han llegado al mundo entero y suscitado un clamor de indignación en los países árabes y la vecina Turquía. Las sanciones adoptadas por la Liga Árabe de ordinario incapaz de reaccionar ante los acontecimientos que sacuden a sus Estados miembros revelan hasta qué punto se ha visto obligada a tomar cartas en el asunto presionada por la opinión pública.
Dicho esto, Siria no es Libia, y las bazas que se ventilan aquí son de mucho mayor alcance. El régimen no ha perdido aún el control del territorio, excepto en el interior de algunas ciudades sitiadas por sus fuerzas represivas. El ejército, allegado por su pertenencia a la minoría alauí, no se ha alzado contra El Asad, y si bien las deserciones aumentan de día en día, no puede hablarse de un conflicto bélico. Otros factores juegan además a favor del clan en el poder: el miedo de la minoría cristiana y de la burguesía damascena y de Alepo a una guerra intersectaria como la que ensangrentó a Líbano y ensangrienta a Irak, de donde decenas de millares de cristianos han huido para refugiarse precisamente en Siria. Sin olvidar el más importante de todos: el choque de intereses estratégicos opuestos. Aliada de Irán y de Hezbolá, es una pieza esencial en el polvorín de un Oriente Próximo siempre a punto de estallar. El temor de Israel a una “democracia islamista” no es menor que el de Teherán a perder su único socio en la región. El bloqueo económico financiero y la presión política de Turquía, la Unión Europea y la Liga Árabe no afectan a dos países vecinos de Siria, a Líbano e Irak, cuyas fronteras sirven de válvula de escape al asfixiado régimen de Bachar el Asad. Éste perdió en 2000, año en el que sucedió a su padre, la oportunidad de una transición ordenada que devolviera al país la libertad y dignidad que hoy reclama. El traspaso negociado de poderes del dictador al Consejo Nacional de Transición no será fácil, pese a los esfuerzos de Turquía, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y la Liga Árabe. Pero la suerte de El Asad está echada. Tarde o temprano tendrá que enfrentarse a un dilema difícil: seguir el ejemplo de Ben Alí o acabar como Gadafi o ante el Tribunal Internacional de La Haya.
4-Si las revoluciones de la primavera árabe pillaron por sorpresa a los países miembros de la Unión Europea, principalmente a la Francia de Sarkozy y a la Italia de Berlusconi, socios comerciales y estratégicos de Ben Alí, Mubarak y Gadafi, enfrentan también a Israel a un desafío imprevisto. Sus antiguos vínculos militares con Ankara se quebraron en 2010 a raíz del asalto a la flotilla humanitaria destinada a romper el bloqueo de Gaza en el que perecieron nueve ciudadanos turcos, y la estabilidad que le procuraba Mubarak, con el cierre de la frontera con la Franja desde que Hamás se hizo con el poder legitimado por las urnas, es agua pasada. El autismo de la clase política israelí, al fundar la supervivencia y futuro del Estado judío en el uso exclusivo de la fuerza, parte de unas premisas ideológicas que lo sucedido en 2011 han puesto en tela de juicio. En su obra El muro de hierro, recientemente traducida y publicada por la editorial Al- med, el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Oxford, Avi Schlaim, un crítico despiadado de la política de su país en los Territorios Ocupados de Palestina, recuerda que durante décadas Mubarak fue el líder árabe ideal para Tel Aviv. Partiendo del supuesto de que los pueblos árabes son incapaces de gobernarse sino por dictadores, Ehud Barak no escatimaba en sus elogios al rais y la revuelta del 25 de enero le llenó de ansiedad: pidió una urgente intervención de Obama para salvarle y, cuando ella se reveló inútil, no dudó en afirmar que Mubarak y su clan,“aunque fueran rechazados por su pueblo, estaban comprometidos con la seguridad regional y era mucho más cómodo tratar con ellos que con la gente que se echa a la calle”. El general Amos Gilad, por su parte, se deshacía en elogios de los servicios de inteligencia egipcios, que, en su opinión, “merecían ser condecorados”. Este sostén al dictador, “subcontratista de los intereses de Israel y Estados Unidos en el mundo árabe”, según Schlaim, es hoy un recuerdo vergonzoso para la población egipcia, aunque la Jun- ta Militar en el poder presidida por Tantaui se haya comprometido a respetar los acuerdos de paz con Tel Aviv. No obstante este obligado pragmatismo, la apertura parcial de la frontera con la asfixiada Gaza, los atentados al oleoducto que alimenta a Israel y Jordania y el asalto a la embajada israelí tras la muerte de cinco soldados egipcios en un incidente no aclarado en el Sinaí tras el que Tel Aviv se demoró en presentar excusas son otros tantos índices de que las cosas no volverán a ser como antes. El aislamiento internacional de Israel es mayor que nunca, y las recientes exhortaciones de León Panetta a que restablezca los maltrechos lazos con Ankara y El Cairo y reanude las negociaciones con la Autoridad Nacional Palestina (negociaciones inútiles desde la construcción de nuevos bloques de viviendas en Jerusalén Este en un gesto de claro desaire a Obama) han caído en saco roto. El statu quo se ha venido abajo y Netanyahu se muestra por ahora incapaz de mover ficha. Las inquietantes ambiciones nucleares de Irán, el huracán que sacude a Siria y la persistente agitación egipcia tras la victoria de los islamistas deberían arrancarle de su esclerosis estratégica y de su funesto inmovilismo. Lo de “la paz se hace con los dictadores” o “no hay espacio para la democracia en el mundo árabe”, evocados por Evi Schlaim, muestran la urgente necesidad de un cambio de mentalidad de los líderes de un Estado que se preciaba hasta fecha reciente de ser la única democracia en Oriente Próximo y que vive hoy voluntariamente atrapado en su búnker.
5El resultado de la convocatoria de las primeras elecciones libres celebradas en Túnez, Egipto y Marruecos a consecuencia de la primavera árabe ha favorecido claramente a los partidos y movimientos islamistas, tal y como ocurrió en Argelia veinte años antes. Para cualquier observador de la sociedad de estos países, dicha victoria no era solo previsible: estaba cantada. La demonización de los Hermanos Musulmanes por Nasser, Sadat y Mubarak en Egipto, por Burguiba y Ben Alí en Túnez, así como por el núcleo duro del Majcén durante el reinado de Hassan II, les confirió una aureola de héroes de cara a una población sujeta a un poder omnímodo tras las duras persecuciones que sufrieron. Forjados en la lucha clandestina, lograron mantener no obstante el contacto con aquélla, harta de la injusticia, corrupción y arrogancia de los detentadores del poder y de su manipulación de los desacreditados partidos políticos. Pero dicho islamismo abarca una gran variedad de corrientes y difiere de un país a otro aunque la disyuntiva actual entre un pragmatismo que toma por modelo el Partido de la Justicia y Desarrollo turco y un salafismo que predica el retorno al califato o el camino al wahabismo saudí sea común a todos ellos. En el caso de Túnez, de donde arrancó el proceso revolucionario árabe, el periodo de transición hasta las elecciones del 23 de octubre estuvo marcado, como en Egipto, por manifestaciones masivas de descontento. La lentitud de los cambios que exigía la calle, la permanencia en puestos de mando de políticos vinculados a Ben Alí y su partido, el desamparo económico y social de las regiones marginadas del interior y del sur y el odio a una policía no purgada de sus elementos responsables de la represión anterior alimentaban un sentimiento de frustración de un benalismo sin Ben Alí que estalló en las violentas manifestaciones del mes de julio en la simbólica plaza de la Kasbah, junto al Ministerio del Interior. Estas protestas, reprimidas también como en Egipto con gases lacrimógenos, apaleamientos y numerosas detenciones, reflejaban la mencionada división del país en términos económicos y sociales la mayoría de los contestatarios procedía de Gafsa, Sidi Buazid, Kaserín, Gabés y otras zonas tradicionalmente postergadas, y también entre quienes exigían cambios rápidos, pese a la grave crisis económica, y los que, como Ennahda, no querían descarrilar un proceso electoral que a todas luces les favorecía. Los jóvenes en cólera, que fueron la vanguardia en la caída del déspota, y los sectores urbanos laicos y demócratas que les apoyaban comprobaron con amargura el 23 de octubre que los principales beneficiados de su lucha eran Ganuchi y su movimiento. A ello contribuyeron la fragmentación del voto liberal y socialdemócrata (¡105 partidos, en su mayoría desconocidos y sin programa claro!) y su falta de experiencia y bisoñez frente a una maquinaria bien rodada como la de Ennahda. Pero si el 36% de los sufragios le otorga la presidencia del nuevo Gobierno, éste deberá compartir el poder con el partido Congreso para la República, de izquierda nacionalista, y el socialista Ettakol, que le siguen en número de votos.
La transición tunecina se ha iniciado con la creación de una Asamblea Constituyente provisional, encargada de redactar un esquema de la que será aprobada dentro de un año y que garantizará el pluripartidismo y el Estado de derecho. Presidida por el conocido opositor de Ben Alí, Mustafa ben Jaafar, ha elegido presidente de la República a Moncef Markouzi, cuyo historial democrático y de defensor de los derechos humanos no ofrece dudas. La jefatura del Gobierno, que acumula la mayor parte de poderes y prerrogativas, corresponde a Ennahda. Ante el temor que ello suscitó en los partidos laicos y en las asociaciones de mujeres que participaron activamente en la caída del dictador, su portavoz se comprometió a preservar el código del estatuto personal de la mujer, el más avanzado de los Estados árabes, contra el que se movilizan los salafistas. El manejo de este periodo no será fácil ni evitará nuevas tensiones ni episodios de enfrentamiento callejero, obra no solo de los indignados impacientes, sino también de los provocadores y matones instigados por los servicios de seguridad del régimen anterior y por los salafistas radicales, en una singular alianza contra natura. A esa efervescencia se suma el deterioro económico que atraviesa el país a consecuencia de la crisis mundial y el desplome del turismo. (Recuerdo la cólera de un hotelero francés que, ante las hilerasde tumbonas vacías a lo largo de una playa “de ensueño”, espetó a su entrevistador: Qu’ils arrêtent d’une bonne fois leur pagaille! Nos clients veulent bronzer!) El dilema de Ennahda, como el de los Hermanos Musulmanes egipcios, es decantarse por el modelo turco de Recip Erdogán o por el extremismo salafista que predica la vuelta al califato (sin precisar cómo) y que encabezó las ruidosas manifestaciones contra el filme Ni Alá ni amo, de la realizadora tunecina Nadia el Fani. Ennahda debe dejar bien claro que los progresos cívicos adquiridos en la época de Burguiba y las normas del Estado de derecho no admiten vuelta atrás.