- octubre 06, 2022
Las fotografías de este libro están tomadas en Irlanda. Todas en Irlanda. Mejor dicho, están hechas en Irlanda. Enfatizar la diferencia entre tomar y hacer puede parecer extraño. Hoy son muchas más las fotos que se toman que las que se hacen. Una fotografía se hace para ser observada, para ser contemplada y se toma por el mero hecho de tomarla. Se toma, se lanza a una nube y se olvida. Yo no digo que eso no pueda ser hasta un alivio, un aligerarse de peso, pero las fotografías de este libro fueron hechas durante dieciséis años en Irlanda. Mejor dicho. Hechas en los dieciséis veranos que pasamos en Irlanda. Puede sonar ingenuo y hasta absurdo que se hicieran para ser observadas pero esa es la realidad, observadas por alguien que cerrara un círculo y las diera sentido.
Van desde el año 2001 cuando Joel cumplió un año, días antes de la caída de las Torres Gemelas hasta el 2016, tres veranos después de la muerte de Peter Moseley, el abuelo de Cathy. El final de una era. Tomo prestados estos tres versos de Yeats para expresarlo.
Y cogeré hasta el fin de los tiempos
Las plateadas manzanas de la luna,
Las doradas manzanas del sol.
Nuestro refugio era el lodge. Una casita blanca con chimenea y moqueta. Pequeña pero preciosa. Se llama Lodge a la casa que hay a la entrada de una propiedad. En España sería la casa del guardés o algo parecido. La propiedad era Listarkin, la granja que los abuelos de Cathy compraron en los años sesenta cuando decidieron dejar Inglaterra para instalarse en West Cork. El Lodge permanecía vacío durante todo el año. Había tenido diversos usos y habitantes esporádicos pero desde nuestras periódicas vacaciones estivales Peter Moseley lo reservaba para nuestro disfrute. Cada verano abríamos la puerta de madera que pintamos de rojo y allí todo permanecía intacto como lo habíamos dejado el verano anterior, varado en el tiempo, un tenue reflejo del pasado. Las vacaciones empezaban en el mismo punto donde acabaron las anteriores. Una ilusión de continuidad donde el resto era un lapsus y las vacaciones la vida. Objetos detenidos en el tiempo del no uso. La alfombra roja, el sofá verde, la cocina de queroseno que encendíamos nada más llegar, donde se cuecen lentas las mermeladas y se seca la ropa tras los paseos bajo la lluvia. La pequeña chimenea con herraduras y motivos ecuestres adornándola. La limpieza de las telarañas y el despertar de los colchones. El toallero roto y la mesa de madera que cuando murieron los abuelos de Cathy ha ido a parar a nuestra casa de Madrid. Al tío Tony le costó deshacerse de esta mesa que había acompañado a la familia Moseley desde los tiempos de Oak tree farm en Hampshire pero lo cierto es que Cathy no pidió nada más que la mesa tras la muerte de sus abuelos y a Tony le resultó difícil no atender a tan modesta como insensata petición.
Mi segundo hijo, Liam, visitó el Lodge en el año 2003 en el vientre de su madre. Desde entonces sus veranos han sido irlandeses. De hecho, Liam es un nombre muy irlandés. A Cathy le gusta mucho Irlanda. Nació en Roma pero creo que de donde más se siente es de Irlanda. Cathy es mitad italiana, mitad inglesa y mitad irlandesa. Ya sé que es una paradoja matemática pero ella tiene tres mitades que desafían la aparente infalibilidad de los números. Si las dos primeras mitades vienen de la sangre, la tercera es la que ella misma ha elegido. Yo la comprendo. Visité Dublín siendo un niño por aquello del Inglés. Fue a caer en una familia católica, tan católica como las de mi país. Parecidas conductas y los mismos pecados. A los niños les hablaban del valle de lágrimas, se asomaban a la ventana y no paraba de llover. No es de extrañar que confundieran el valle de lágrimas con su propio país. A mí también me gusta Irlanda. Han sido tantos veranos, tantos recuerdos. El verde vibrante, el azul del cielo, el mar, las nubes pasando a toda velocidad. Todas estas cosas suceden en verano. También llueve. Incluso en verano. Puede llover mucho pero siempre pasa y vuelve a salir el sol. En un día caben muchos días diferentes. Puedes ir a la playa y se pone a llover, pero nunca llevas paraguas. Hay una expresión en inglés que dice algo así como que no existe el mal tiempo, es sólo una cuestión de ponerse la ropa adecuada. Así que allí se hacen cosas bajo la lluvia, las cosas normales pero bajo la lluvia. Porque si no te quedarías el día metido en casa leyendo, que también se hace pero se sale a la calle con lluvia. Son chubascos dispersos, dice la radio. Deja de llover pero no escampa. Yo creo que eso es lo que le gusta tanto a Cathy, que la naturaleza esté tan presente, tan viva, desplegándose ante ti. La naturaleza sucediendo. Y el mar, por supuesto, todo gobernado por el mar. Mimetizado con el color del cielo. Cielo azul, mar azul, cielo gris, todo gris. A mí, la verdad es que ese gris también me gusta mucho, no lo encuentro sombrío, sino metálico. Me gusta ver el verde brotar en los muros, en las carreteras, abriéndole los poros al cemento. Mis amigos dicen que me pasan estas cosas porque estoy de veraneo y que otra cosa son los largos inviernos sin ver el sol. Pero yo también me he aburrido mucho en Irlanda. He leído tantos libros. Olvidados todos pero indelebles todos. Esculpida cada línea en el paso de las agujas del reloj de la cocina del Lodge. La Armada invencible, herrumbrosas lanzas o el desierto de los Tártaros. El tiempo pasaba tan despacio que me sorprendía contando los días. Interminables días echado en el sofá verde, mirando la alfombra roja, oyendo llover. Estoy tan agradecido a esas esperas, siendo yo un cuerpo al que se le vuela el pensamiento. En Irlanda me reconcilié con la música rock. Fue una noche en Clonakilty, escuchando a un señor de sesenta años tocar Sweet little sixteen. Y me volví a enamorar del folk y del country que fueron, entre otras, las músicas de mi infancia. Sonaban incandescentes en los pubs versiones de The night they drove old Dixie down, Helpless, Wagon Wheel… y también Dylan y Cohen, sus canciones y sus líricas. It´s a hard rain gonna fall, So long Marianne. Aunque para viajar a la infancia de uno, nada como los propios hijos que inesperadamente te llevan hasta allí para revisarla, reescribirla probablemente. De La Tarara al Blowing in the wind. Eso es lo que somos mucha gente de mi generación. Una amalgama de fragmentos de un mundo que ya se estaba haciendo pequeño y que empezaba a moverse a gran velocidad.
“Ya vuelven las golondrinas” decía el tío Tony cada verano a nuestra llegada. Este libro podría haberse llamado “fotografías como golondrinas”. Siempre me gustó la imagen de mi familia como una bandada de golondrinas, sobrevolando la isla del conejo o las dunas de Long Strand. También podría haberse llamado “libro de familia”, pero es aséptico y burocrático para un conjunto de fotos tan personales. Hay familia, hay amigos y hay tiempo. Fotografías que acompañan el paso del tiempo. Porque el tiempo es la materia de la que están hechas las fotografías. Toda fotografía es una pequeña muerte, también una alianza. Un pacto por el cual estás dentro pero a salvo. Hace unos años hice una primera maqueta artesana hecha con cartones, pegada con celo, con fotos en color y blanco y negro titulada “You in Ireland”. Mi hijo Joel se auto denominaba You, fue una de las primeras palabras que dijo en inglés. Aún no había nacido Liam. Ahora que somos más, más mayores, más personas, lo he titulado “We” in Ireland. We somos nosotros e Irlanda no es sino un pequeño pueblo de pescadores que se llama Union Hall y sus alrededores. Si tú miras el mapa, en la parte inferior de la isla, imagínate que las penínsulas son como cabellos. Pues en la última de esas cabelleras arrastradas por el viento del Atlántico, allí pasó todo lo que puedes ver en las fotografías de este libro. Es probable que no pasara exactamente lo que ves. Es propio de la fotografía el disfrazarse de verdad aunque no supere la categoría de apariencia. También puede suceder que aunque no hayas estado jamás en Irlanda todo te resulte familiar. Hay un hilo invisible que hace que los objetos se compenetren entre sí, que une tu mesa con mi mesa; un coche abandonado con el coche de tu abuelo. Un eco extraño y sutil que conecta la experiencia ajena con la personal y más íntima. Estás viendo fotografías.