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Texto de Gregorio Apesteguía.

La explicación del asunto.

El fotógrafo vive en un pueblo. Viaja mucho por ahí. Creo que en el 2011 el fotógrafo cumple 43 o 42. Hace un año más o menos empezó a hablar con gente cercana para sacarle fotos. Gente de su quinta. 

Yo he sido uno de los que han ido en su coche hasta el sitio donde hace las fotografías.

El día que yo fui nos invitó a desayunar. Lo de la foto me resultaba secundario con respecto al hecho de poder desayunar en la terraza adecuada un día de verano. El fotógrafo conducía su coche esa mañana, paró a echar gasolina y nos llevó a su estudio. El sitio está algo deteriorado y el váter medio atascado, pero parece que realizan trabajos relevantes.

Una vez en el lugar del crimen, me dijo: “Mira aquí, no sonrías, no te despistes, concentra la mirada en este punto y ponte la camiseta que te dije que trajeras”. Pude ver que manejaba con ciertas garantías una serie de parámetros. Cuando la sesión acabó, una actividad organizada y con un cierto grado de seriedad, nos dijo que nos llevásemos su coche, dado que tenía un segundo coche en Madrid, y se fue a comprar unas cocacolas. No da explicaciones, pensé, anda buscando algo y ahora se va a comprar cocacolas.

Unos días antes, le había dicho al fotógrafo que algunas de las personas que aparecen fotografiadas, entre las que voy a aparecer yo ahora, tienen pinta de estar deprimidas. También le había dicho que está bien tener una opinión coherente sobre las grandes cuestiones internacionales pero, quizá ahora, en esta etapa de nuestras vidas, más que nunca, tendríamos que reconocernos eternos aprendices del amor y dedicarle nuestras más sinceras poesías.

Con todo este asunto, lo que parece es que el fotógrafo aspira a realizar un álbum de cromos ideal y terapéutico a la vez, un álbum a partir de una clasificación, de un orden, de un orden del que él mismo forma parte. 40 de 40. Ese zoológico que intenta recrear se conforma a partir de miembros de su entorno, aquellos que le proporciona la inmediatez de su ser ahí.