Alfredo Cáliz

Alfredo Cáliz

Fotógrafo de personas,
lugares y cosas
La carretera de la esperanza
 
Edición con fines no comerciales a cargo de Mauricio D´ors, consta de doscientos cincuenta ejemplares y fue impresa en los talleres de Impresos Izquierdo en Madrid en el año 2023
 

Premeditadamente, y sin otro motivo que el de contar una historia, he vuelto, en este modesto libro, a confundir una carretera con el viaje, y éste con la vida. La ocasión me fue servida en bandeja. La Route de L’éspoir, que traducida al castellano utilizo en el título, fue la primera gran obra pública que se realizó en Mauritania tras la independencia para articular, y de paso construir, un país de población mayoritariamente nómada. 

Como siempre sucede con la fotografía, y aunque no lo parezca, la historia o el cuento están cogidos con pinzas para que ustedes se lo puedan imaginar a su antojo. No se inquieten, es la misma libertad que me he tomado yo de contar de manera no literal, los seis años que de forma intermitente, esparcidos en dieciocho viajes, he trabajado como fotógrafo para Naciones Unidas en este país del Sahel. 

Podría haber trazado otros itinerarios en torno a temas concretos que he fotografiado en Mauritania durante todo este tiempo. Podría haber tratado de explicar algún asunto sobre el mundo del trabajo o contado la ciudad de Noaukchott que me cautivó desde el principio, a pesar de que rara vez se camina por ella. Han sido muchas fotos, podría haber puesto 20 de ellas en orden para contar la vida de los pescadores, pero no, he preferido la intemperie: la carretera, el viento y las personas que la transitan. La verdad es que la decisión se ha tomado casi sola. Aparte de dos o tres ciudades, la sensación no es la de haber estado en Mauritania, sino la de haberla recorrido. Han sido muchos kilómetros.

En casa y frente a un mapa que no miro porque lo tengo en la cabeza, me asaltan con nitidez imágenes de aquellos trayectos. Se ordenan involuntariamente de norte a sur amalgamando todos los viajes en uno solo, y ese quizás sea el de la vida. 

La última recta que no llega nunca a Nouadibu, corriendo paralela a las vías del tren más largo del mundo. La duna que se come el asfalto pasada la ciudad de Chami, que alguien se inventó pensando en el oro que guardan sus entrañas. Los descampados de Nouakchott que extrañamente son los mismos de mi infancia. Moussa sintonizando Radio France International, Diallo ajustando su turbante, conductores veteranos en los cambios de rasante de Trarza. Tragando los kilómetros en el habitáculo aislado de las inclemencias. Quita el aire, mirando por la ventana, pon el aire, mejor cubrirse la garganta con un pañuelo. Un hombre que levanta la mano, una mujer tendiendo pescado a secar, los controles, la orden de misión. Mohamed nombrando en voz alta los pueblos, Ued el Naga, el río de la camella repito yo para hacerle sonreír. La parada del té en Boutilimit, ya pensando en el cordero de Bir el Barka. Una de las paradas obligatorias con los restaurantes que jalonan la carretera; techumbres de chapa para protegerse del sol y estirarse en los colchones mientras la carne se cocina, descalzos, bromeando. El camino tantas veces recorrido para llegar a las escuelas de Kaedi y Selibaby, las primeras obras de la Organización Internacional del Trabajo que tuve que fotografiar.   

Bajábamos hacia el sur, hacia el río Senegal, por la La Route de L’éspoir; esa carretera que se construyo con la esperanza de comunicar varios mundos. El del norte arabófono con el del sur, de otro color, el de los wolof, los soninke, los peul. Observando desde la ventanilla una forma de vida que está a punto de desaparecer. La de los nómadas con sus rebaños de camellos, de cabras, atravesando incomprensiblemente el paisaje hostil, la nada. Pastores con el bastón por detrás de la nuca para poder así colgar los brazos, y descansarlos, mientras caminan. Y aquel árbol que sin él no habría paisaje, necesario para entenderlo como tal. Sólo viento, burros sin rumbo, azotando las cuatro plantas, el desierto. Un paisaje que percibimos como iniciático y que nos invita a mirar hacia dentro, a pensar que hace millones de años todos éramos nómadas. Mirar por la ventanilla y perderse en los pensamientos. Sí, llevamos un nómada dentro. Dice un proverbio tuareg que Dios creó los desiertos para que cada cual se encontrase a sí mismo.

Bajo del coche. Observo un grupo de vacas famélicas que se acercan lentamente. Un ejército derrotado caminando por el lecho seco de un antiguo mar. Me agacho a recoger un puñado de conchas que se me deshacen entre los dedos. Observo la inmensidad, siento la congoja, la inquietud, el desierto.  ¿No será que venimos todos de allí? Quizás cada vez que lo miramos nos hacemos esa pregunta. Fijamos la vista en el horizonte esperando vernos aparecer, a nosotros mismos, con noticias del otro lado”.